(al. Wahn; fr. délire; ingl. delirium; it. delirio)
Idea o conjunto de ideas que, aun sin tener correspondencia alguna con los datos de la realidad, no ceden a los argumentos de la discusión ni a los desmentidos de la experiencia.
Dichas ideas de importancia central en la visión del mundo del delirante, resultan inaccesibles a las personas que pertenecen a su mismo ámbito cultural. Se suele diferenciar un delirio lúcido, en el que el sujeto está tranquilo y presente en la realidad en la que vive, de un delirio confuso, que surge y se acompaña de una alteración del estado de conciencia.
K. Jaspers distingue entre ideas deliroides (wahnhafte Ideen) y verdaderas ideas delirantes (echte Wahnideen); las primeras están en la base de los delirios llamados comprensibles, porque se pueden rastrear hasta contenidos psíquicos que de algún modo las justifican, como un delirio de ruina en una fase depresiva o en una situación especial, como el encarcelamiento o el aislamiento social; las segundas se encuentran en la base de los delirios incomprensibles, que son para Jaspers los típicos de la esquizofrenia y de la paranoia (v. psicología comprensiva).
También E. Kretschmer habla de condición deliroide a propósito del delirio paranoico que no evoluciona en esquizofrenia, sino que se cristaliza “enquistándose” en la personalidad del individuo sin ulteriores elaboraciones, o bien desaparece por completo.
GÉNESIS DEL DELIRIO
Las contribuciones más significativas en este sentido provienen de la psiquiatría de orientación fenomenológica (v. análisis existencial) y de la antipsiquiatría (v. psiquiatría, § 8). Partiendo de la convicción de que cada uno de nosotros tiene una visión particular del mundo, sobre la base de la cual organiza lo real, cuando esta visión, que es diferente en cada sujeto, sobrepasa cierto límite de experiencia común estamos en presencia de un delirio.
G. Jervis subraya que lo que se desestructura es ante todo la categoría de la familiaridad con la que cada uno de nosotros suele tratar las cosas como extrañas o familiares. En condiciones de aislamiento, de opresión y de exclusión es posible que la familiaridad de las cosas ceda a favor de su total extrañeidad, que requiere, para poderla dominar y para reducir la ansiedad que siempre acompaña el encuentro con cosas desconocidas, una reorganización del mundo basándose en una idea que permita rastrear todas las cosas hasta puntos de referencia que, aunque no correspondan a lo real, le permitan al sujeto reconocerlas, evitándole la experiencia de habitar en un mundo por completo extraño.
Un segundo motivo que puede estar en la base de una formación delirante es, siempre para Jervis, la condición de pasividad, que implica la sensación de estar dominado por la realidad sin poder determinarla. Para liberarse de esta opresión existe la posibilidad, mediante el delirio, de inventarse una realidad o nexos de realidad que le permitan al delirante un mínimo de control. Lo mismo puede decirse sobre las condiciones de aislamiento, donde falta la interpretación social común de la realidad, suplantada por una interpretación privada.
Estas dos condiciones, escribe Jervis, se influyen recíprocamente: “La experiencia de pasividad y la experiencia de aislamiento se refuerzan mutuamente: quien se siente ‘pasivizado’ por los acontecimientos y por la situación en la que se encuentra tiende a estar aislado de los demás y a aislarse de la realidad; quien está en situación de aislamiento de los demás tiende a sentirse ‘pasivizado’, influido, amenazado e impotente respecto a los acontecimientos” (1975: 245).
En las psicosis endógenas (v. psicosis, § 2, c) el delirio es el resultado de la pérdida de la relación consigo mismo, con la consiguiente pérdida de control de la realidad, a la que se dota de una interpretación diferente. Al mismo resultado se llega cuando, en presencia de fracasos o de un acto malogrado que no se pueden aceptar porque contradicen mucho la imagen que cada uno quiere preservar de sí mismo, se va a buscar responsables externos a quien achacarles el propio fracaso.
Pueden encontrarse actitudes semidelirantes en personalidades con rasgos de carácter rígido y desconfiado, y por lo tanto poco adaptables a la realidad, o bien en personas que, gozando de una posición social elevada, están inclinadas a sospechar continuas amenazas a su poder. Desde el punto de vista psicoanalítico la génesis del delirio tiene su explicación en el mecanismo de la proyección (v., § 3), por el cual se atribuyen a otros intenciones o actitudes que en realidad son propias. Así, por ejemplo, el temor de ser agredidos esconde con frecuencia una agresividad propia que no se quiere reconocer. Al atribuírsela al otro, la proyección permite tratar como algo lejano a nosotros la negatividad que nos pertenece pero que no logramos aceptar (v. formación de compromiso).
FUNCIÓN DEL DELIRIO
La génesis del delirio permite comprender su función, que generalmente es en esencia protectora, por lo que se necesita mucha cautela antes de “deshacer” un evidente delirio. El delirio que permite reestructurar una realidad que no se domina, ofrece un núcleo de significado alrededor del cual es posible reorganizar un mundo que, aunque sea de manera alterada, comienza a funcionar de nuevo. La explicación, aunque delirante, reactiva una existencia que se había bloqueado, ofrece un sentido al mundo que se habita y un significado, incluso hasta un protagonismo, al individuo mismo en ese mundo.
Desde este punto de vista la función protectora del delirio, llamada también reorientación en el delirio, es aquella de la que, por ejemplo, escribe S. Freud: “y el paranoico lo reconstruye [al mundo], claro que no más espléndido, pero al menos de tal suerte que pueda volver a vivir dentro de él. Lo edifica de nuevo mediante el trabajo de su delirio. Lo que nosotros consideramos la producción patológica, la formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción.” Las cursivas pertenecen a la edición de Amorrortu. (1910 [1976: 65]).
Sobre este tema regresa Jervis, para quien “el delirio como interpretación del mundo nace en el momento en que el sujeto busca mensajes, símbolos, una clave que le explique quién es él mismo y qué cosa es el mundo, qué cosa realmente está sucediendo, cómo puede entrar en este mundo que lo domina pero del cual está excluido y sobre el cual no tiene poder.
El sujeto trata de reconstruir una realidad que se le disgregó parcialmente y que lo invade en una serie de fragmentos de experiencia, separados entre sí y ya no plenamente significativos. El mundo le parece insoportablemente extraño, hostil, amenazante, falso y desestructurado. La reestructuración de la realidad parte de una interpretación de significado alrededor de la cual todo el mundo se reorganiza y, por así decirlo, comienza a funcionar de nuevo.
La explicación (delirante) reactiva una existencia que se había bloqueado en la angustia, en la pasividad, en la pérdida del sentido de las cosas. Inesperadamente el sujeto intuye: está invadido por fuerzas extrañas, algo sucede, existe un complot, o un encubrimiento; algo se le esconde pero él comienza a entender, ve significados nuevos y cifrados. Es el delirio. El delirio aquí tiene importantes afinidades psicológicas con la conversión religiosa, con la iluminación poética, y también con la percepción alterada, inducida en ocasiones por ciertas sustancias llamadas impropiamente alucinógenas” (1975: 245-246).
Sobre la función reestructurante del delirio también insiste E. Borgna, para quien “la esencia del problema está constituida, en cada caso, por el sentido, o por el contrasentido, que el delirio tiene en la vida del paciente. Una postura terapéutica adecuada hacia el paciente que delira (o que alucina) no puede ser la orientada a la eliminación de las manifestaciones psicóticas.
Las experiencias delirantes y también las alucinatorias pueden sintetizar en sí mismas el sentido de una nueva fundación de relaciones: es decir, el sentido de una compensación fenomenológica que llene el vacío creado por la laceración psicótica. En la nulificación sin problemas del delirar y del alucinar (en esto existe una profunda afinidad entre los dos fenómenos) puede suceder que no sólo no haga ningún significado terapéutico real, sino que se queme la última desesperada razón de sobrevivencia, unida sólo a la presencia de las experiencias psicóticas” (1988: 96).
FORMAS DE DELIRIO
Los delirios, que pueden ser agudos, aislados, recurrentes o crónicos, se clasifican basándose en su contenido y se los distingue por las ideas dominantes (v. idea, § 6), que no son, como los delirios, convicciones y certezas, sino simples temores, preocupaciones o intereses que asumieron para el sujeto una importancia excesiva, hasta el punto de alterar la continuidad de la experiencia y su fluir habitual (v. pensamiento, § III, 2, b).
La terminología de los delirios prevé, en orden alfabético: delirio de celos, caracterizado por la interpretación de los detalles más insignificantes del comportamiento de la pareja como indicio y prueba de la traición.
Es frecuente en los sujetos afectados por el alcoholismo (v., § 6, d); delirio de compensación de una situación vivida como negativa o desagradable, como por ejemplo una esterilidad, compensada por un delirio de gravidez; delirio de culpa, típico de los melancólicos que se atribuyen culpas jamás cometidas para dar una justificación y una consecuencia a las penas que padecen (v. culpa, § 2); delirio erótico de quien está convencido de ser secretamente amado por una persona por lo general importante o encumbrada; delirio fantástico, que se alimenta de teorías filosóficas, religiosas, científicas, que resuelven problemas hasta ahora insolubles; delirio de grandeza, que pone al protagonista en el centro de un destino grandioso (v. megalomanía); delirio de interpretación, llamado “locura razonada” porque obedece a una necesidad de explicar todo de acuerdo con un sistema fundamental de significados privados; delirio de negación, frecuente en los ancianos deprimidos, convencidos de que el mundo está llegando a su fin y que su propio cuerpo está muerto o vacío de vísceras; delirio de persecución, típico de quien está convencido de la existencia de un complot en su contra, y por lo tanto está obligado a defenderse y sospechar de todos (v. persecución); delirio del quejoso, que se centra en un daño realmente sufrido o imaginado, activando conductas que se expresan con solicitudes escritas, manifiestos, citatorios a juicio y semejantes; delirio de referimiento, en el que el sujeto tiene la impresión de que todos se refieren a él con miradas, gestos y alusiones a su persona.
Este delirio también es llamado paranoide (v. paranoia, § 3); delirio de ruina (económica, familiar, de posición o de prestigio), frecuente en las formas depresivas acompañadas de delirio de culpa.
DELIRIO Y RACIONALIDAD
Los delirios casi siempre son individuales y es discutible hablar de delirios colectivos, como en el caso de interpretaciones religiosas o mágicas comunes a grupos, sectas o poblaciones completas, porque en este caso su elaboración y la posibilidad de compartirlas que alcanzan hacen utilizables en el nivel social los temas a los que se aplican.
Lo que pensado individualmente puede parecer un delirio, con frecuencia es parte de una cultura dentro de la cual el delirio permite una elaboración significativa de la realidad. Es necesario abstenerse de asumir como norma para una correcta interpretación de lo real los criterios de la racionalidad históricamente vigente, respecto a la cual todas las formas que no están reguladas por ella, pueden parecer delirantes.
A este propósito E. Borgna escribe que “la metamorfosis de los significantes (no su disolución, que se da en ulteriores niveles de deconstrucción semántica de lo real) define, desde otro ángulo, la Gestalt radical de cada experiencia delirante. En ésta lo real asume inesperadamente otro sentido y otra profundidad; nuevas vías se abren en el mundo crepuscular de las percepciones, y se va configurado una nueva identidad personal.
La conciencia de un real distinto (diferente del que habitualmente tenemos delante de nosotros) no es, en el fondo, sino la conciencia de que en lo real los significantes se transforman vertiginosamente” (1988: 90). Partiendo de estas premisas “la fenomenología del delirio –escribe Borgna– intenta tomar esta realidad al articularse como discurso, que no puede compararse con las habituales definiciones sintomatológicas de que se sirve la psiquiatría clínica anclada al método de fundación y de investigación de las ciencias naturales” (1988: 87).
A. Gaston insiste sobre la necesidad de superar la estructura de categorías de la psiquiatría clínica para una correcta interpretación del delirio; para él “la psiquiatría clásica, con su procedimiento naturalista, despoja de toda manifestación antropológica la inefable y extraordinaria experiencia psíquica que llamamos delirio, reduciéndola a simple síntoma, signo directo de una enfermedad, conocida o desconocida, que altera el funcionamiento de la mente.
De esta manera el delirio circunscrito en la definición formal de trastorno del pensamiento y bloqueado en las oposiciones objetivantes de primario/secundario, derivable/inderivable, comprensible/incomprensible, pierde toda su movilidad existencial y asume el mismo valor sintomático que una simple fiebre o una banal inflamación sin importancia. Así se separa una compleja experiencia psíquica de la profundidad del alma que la generó.
Si en cambio, como tratan de hacer muchos fenomenólogos, vemos el delirio en su globalidad de experiencia-distinta, más allá de su cristalización sintomática, como una de las formas de ser y de hacerse en el mundo, vuelve a adquirir su antiguo valor de gran figura de la locura.
Cuando se lo observa en esta dimensión el delirio no puede agotarse en la simple definición de error incorregible del juicio o de falsificación personalista y acrítica de la realidad, manifestación inmediata del mal funcionamiento de una estructura, sino que se presenta como una posibilidad diferente y peculiar de relación yo-mundo” (1987: 141-142).
Fonte: Basaglia, F. y F. Basaglia Ongaro (1971); Binswanger, L. (1965); Borgna, E. (1988); Federn, P. (1952); Freud, S. (1910); Gaston, A. (1987); Halleck, S.L. (1971); Jaspers, K. (1913- 1959); Jervis, G. (1975); Kretschmer, E. (1922); Laing, R.D. (1959); Lemert, E. (1962); Reed, G. (1972); Serieux, P. y J. Capgras (1909); Shapiro, D. (1965).